Mañana se clausura la exposición itinerante y aún no sabe qué extraña fuerza le ha atado al banquito durante semanas, inmóvil, mirando el cuadro. La composición es simple: un rostro femenino que parece escudriñarlo, una ventana, un paisaje urbano que le resulta familiar. Pero cada día percibe nuevos detalles. Hoy atisba dentro de la cabina telefónica la figura borrosa de un hombre alto. De repente recuerda esa plaza de Vancouver, y llevado de un súbito impulso, sale del museo, toma dos buses, y alcanza el auricular al quinto repiqueteo. La voz suena dulce: "Estás muy lejos, cariño, acércate...". Regresa y obediente se aproxima al retrato, pudiendo advertir ahora, en las pupilas de la mujer, el reflejo escorzado de la habitación donde se encuentra. Un armario macizo y dos sillones rojos le permiten reconocer la pensión y no puede evitar acudir de nuevo. No le sorprende ya encontrarla allí, de cuerpo entero, aunque sí descubrir que estaba pintando. También verse a sí mismo en el lienzo, inmóvil, observando, sentado en el escabel del museo.
- Disculpa las prisas -dice ella-, pero hoy mismo debía terminarlo. Y gracias por haberte acercado al cuadro, cielo: tanta distancia me impedía apreciar el color exacto de tus ojos.